En el horizonte, las cimas de los volcanes asomaban sus puntas blancas, incluso en pleno verano, como si se resistieran a despojarse del manto nevado que los coronaba. Eran gigantes silenciosos, vigilantes eternos de un paisaje que había visto pasar siglos de historia, desde tiempos inmemoriales hasta la guerra que ahora lo asolaba.
Aunque apenas tenía tres años, Arihíndir ya sentía, de alguna manera, el dolor y la tristeza que flotaban en el aire como una neblina espesa cargada de humo al final del invierno. Era algo que se podía respirar, pero en primavera, con el calor del sol, parecía desvanecerse, casi imperceptible. Sin embargo, ella lo notaba, como una presencia persistente que no se iba del todo. Pero esa tarde, como todas las tardes, la pequeña jugaba en el patio de la casa de su abuela, cerca del río, donde la corriente cantaba una melodía que solo ella parecía escuchar.
El río corría limpio y claro, reflejando la tranquilidad que el campo les había ofrecido tras escapar del caos de la guerra. La familia había dejado atrás un mundo marcado por el conflicto para refugiarse en este rincón remoto, donde la naturaleza les brindaba un consuelo silencioso.
Dentro de la casa, la voz de Alicia, la madre de Arihíndir, llenaba el espacio con un tono cansado mientras conversaba con su propia madre. Hablaba sobre la rutina diaria, cargando sus palabras con la pesadez que venía de las consecuencias de tiempos difíciles. Las quejas de Alicia eran lógicas, sus palabras bien pensadas, pero parecía que ya habían sido muchas veces dichas en la mente de la abuela, quien ahora las escuchaba en boca de su hija.
—Estoy cansada ya, mamá —dijo Alicia, mientras sus manos jugueteaban con un trapo de cocina—. Estamos a 20... solo faltan unos días.
La abuela, que ya había alcanzado los 79 años, escuchaba en silencio. Aunque cansada, había aprendido a disfrutar del calor de la temporada que se aproximaba, aun cuando eso significara más trabajo y dedicación. Sabía que la vida era así, y no le sorprendían las palabras de Alicia. Sentía la carga que su hija llevaba, y aunque no tenía soluciones, comprendía su agotamiento. Asintió suavemente, pero su expresión no era de resignación, sino de estoicidad. Había enfrentado más de lo que cualquiera debería, y ahora su rostro reflejaba la fortaleza silenciosa que solo el tiempo y la experiencia podían forjar.
—¿Qué esperas? —respondió la abuela con una voz baja, pero firme—. Siempre ha sido así. Lo que haces no es fácil, Alicia, lo sé. Pero cada día cuenta, incluso los más difíciles.
Alicia continuó, y aunque bajó el volumen de su voz, su tono seguía siendo ponzoñoso: —Y luego está él... no es el mismo. Es un fantasma en esta casa, un peso muerto que arrastra todo a su paso. No habla, no comparte nada. Está aquí, pero es como si no estuviera. Y yo, yo estoy aquí cargando con todo esto, día tras día, sin esperar nada, solo... solo porque no hay otra opción.
La abuela, con su calma habitual, llevó su taza a los labios antes de murmurar: —Es lo que pasa. Todo deja su huella. ¿Qué esperas? Siempre ha sido así. No es justo, pero sigue adelante, hija. Haces lo mejor que puedes.
—No lo sé, mamá —suspiró Alicia, aunque su tono seguía siendo ácido—. Solo hablo por hablar. Sé que nada va a cambiar, no espero ser rescatada. Solo intento mantenerme a flote, hacer lo que se supone que debo hacer. A veces, me pregunto si algún día todo esto va a mejorar, si las cosas volverán a ser como antes, o si esta es nuestra nueva realidad, para siempre.
La abuela dejó escapar otro suspiro, esta vez con un toque de comprensión más profundo, y se encogió de hombros: —Quizás no cambie, pero recuerda que estás haciendo lo mejor posible. Siempre ha sido así, y así es como seguimos adelante.
Arihíndir, absorta en sus propios pensamientos, observaba el mundo diminuto a sus pies. Mientras se agachaba para observar una mariquita que se movía lentamente por el suelo, comenzó a darse cuenta, por primera vez, de algo que siempre había estado allí, pero que nunca antes había percibido: la vida y la muerte en todo lo que la rodeaba. Con sus dedos pequeños y torpes, cerró un poco más la mano, sintiendo cómo el insecto empezaba a retorserse.
Pero algo en su interior, una voz sin palabras, la hizo detenerse. No era miedo ni confusión, sino una comprensión instintiva de que lo que tenía en sus manos era algo frágil, algo que formaba parte de un todo más grande. Bajó la mano lentamente y la dejó abierta sobre la tierra. El insecto, tras unos instantes, se enderezó y siguió su camino, como si nada hubiera pasado.
Arihíndir lo observó alejarse, su mirada tan profunda como la corriente del río cercano. Supo en ese momento que algo había cambiado dentro de ella. Había sentido una presencia, una voz suave y cálida que le había hablado a su joven mente, enseñándole que la vida, en todas sus formas, era preciosa. Quizás nunca recordaría conscientemente ese momento, pero algo dentro de ella ya no sería lo mismo.
Con el insecto fuera de su vista, Arihíndir se quedó un momento en silencio, sintiendo la brisa cálida en su rostro. Volvió a escuchar las voces desde la casa, aún girando en torno a las mismas quejas y problemas. Pero las palabras no importaban; el río y el bosque, el mundo diminuto a sus pies, eran todo lo que ella necesitaba en ese momento. Y aunque no lo sabía, en lo más profundo de su ser, algo empezaba a despertar.
Entonces, la voz de su madre la llamó desde la puerta de la casa:
—Arihíndir, ven, es hora de cenar. ¡Vamos, que la comida ya está en la mesa y no quiero que se enfríe!
Arihíndir lArihíndir, absorta en sus propios pensamientos, observaba el mundo diminuto a sus pies. Mientras se agachaba para observar una mariquita que se movía lentamente por el suelo, comenzó a darse cuenta, por primera vez, de algo que siempre había estado allí, pero que nunca antes había percibido: la vida y la muerte en todo lo que la rodeaba. Con sus dedos pequeños y torpes, cerró un poco más la mano, sintiendo cómo el insecto empezaba a aroma de la cena ya llenaba el aire. La mesa estaba lista, con la comida caliente esperando a ser servida. Arihíndir se unió a su familia, sentándose en su lugar habitual. Mientras tomaba su lugar, observó cómo su padre entraba en la habitación, sin ninguna expresión en su rostro, y se sentaba en su sitio. Las mujeres, ya en silencio, se acomodaron también en sus sillas, preparadas para la cena.
Arihíndir miró su plato, sintiendo el hambre comenzar a llenar su estómago. Pero antes de tomar el primer bocado, un pensamiento la invadió, una pregunta que, de alguna manera, sabía que debía hacer. A pesar de su apetito, dejó que la pregunta inundara el aire, rompiendo el silencio que se había asentado en la mesa. Esa pregunCruzó la puerta y entró en la casa, donde el aroma de la cena ya llenaba el aire. La mesa estaba lista, con la comida caliente esperando a ser servida. Arihíndir se unió a su familia, sentándose en su lugar habitual. Mientras tomaba su lugar, observó cómo su padre entraba en la habitación, sin ninguna expresión en su rostro, y se sentaba en su sitio. Las mujeres, ya en silencio, se acomodaron también en sus sillas, preparadas para la